Todos estamos convencidos y contentos del logro estético de nuestra Semana
Santa, pero conviene que no caigamos en la tentación de Pedro en el Monte
Tabor: "Señor, bien estamos aquí; hagamos tres tiendas y
permanezcamos". Vivimos en una ciudad en evolución y en trance de
crecimiento, y hay cosas en la ciudad y en la Semana Santa que se van y cosas
que están llegando.
Ya no es la salida de la Hiniesta la primera flor que se abre en este Vía
Crucis de belleza. Ya no es el Miserere de Eslava la cifra musical del
Miércoles y el Jueves Santo que traía a los sevillanos en cada versículo una
emoción y en cada nota un recuerdo. Ya se ha modificado la estructura sevillana
del Jueves Santo, cuando la visita a los Monumentos congregaba a las familias y
subrayaba con sobriedad y rango la belleza de las mujeres. Ya se nos está yendo
el grandioso Monumento de la Catedral que Antonio Florentín construyera en
1545. Ya se nos ha ido el ascético sermón de las tres horas, en que las siete
palabras se nos clavaban en el espíritu a través de una meditación activa y
sobria.
Van llegando nuevas cofradías, modificaciones litúrgicas, itinerarios y
horarios nuevos, nuevas calles, nuevos barrios, nuevos templos. No importa que
las cosas que se van nos produzcan dolor, si sabemos superar la nostalgia
estéril y pesimista. Pero importa mucho que las cosas que llegan se integran
sin descoyuntamiento en lo que es una ciudad bien lograda y una Semana Santa
imperfectible. Como en la vieja fórmula castellana si sabemos integrarlo Dios y
la ciudad nos lo premien, y si no nos lo demanden.
Merece y mucho la pena cuidarla, que Sevilla es la Jerusalén de España. Su
misma blancura y terrazas; sus mismas casas recatadas por fuera y bellas,
primorosas por dentro; sus mismas irregulares calles estrechas, sus murallas,
su templo en lo más alto y en lo más alto del templo el arca de la alianza; su
mismo vivir apasionadamente los misterios de Dios. Su misma, y es lo
importante, plenitud en la muerte del Hijo del Hombre.
Sevilla es paradigma de equilibrio. Jerusalén está en la cima de la historia
de los tiempos. Todo en la Pasión está lleno de maciza plenitud. Dios muere en
primavera, ni en verano ni en invierno, en primavera. Ni en la vehemencia de la
mocedad ni en la resignada melancolía de la vejez, a los 33 años. Ni en la
mañana acuciosa y apresurada ni en el anochecer de penumbras, en la mitad del
día. Dándonos esa lección que el sevillano incorpora sin esfuerzo del
equilibrio que no es tibieza que nada contiene, sino apasionada y serena
tensión que lo contiene todo.
Esta nueva Jerusalén se transfigura en la noche de misterios y amor del
Jueves y la madrugada y mañana del Viernes. Las doce de la noche: Jesús empieza
a padecer en Getsemaní ese hastío, ese tedio de la vida más agudo que un látigo
o un clavo; el sometimiento a la voluntad del padre domeñando la repugnancia de
su propia voluntad. A esta hora dos de los Cristos más patéticos de Sevilla,
Montesión y Pasión, están a las puertas de sus templos recibiendo de sus
hermanos el consuelo de que no sufrió inútilmente.
- Pregón de la Semana Santa de Sevilla. 1962.
Sebastián García Díaz.
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