«Por el camino más corto y sin mirar
a los lados» el nazareno alto, delgado y negro va llegando también a su
destino. Y porque es llegada la hora, con su túnica raída, se nos marcha el
nazareno en su última estación. Aunque hoy, el pregonero confía en que, entre
tanto capirote alborotado, le hayan dejado un sitio para que pudiera asomarse a
esta mañana también tan suya. Y a Jesús Nazareno pedimos ahora saber cumplir la
otra Regla de mi cofradía: «hacer siempre lo que el nazareno que le
precediera», para que así también quien viene tras de mí reciba el mismo
ejemplo que yo recibí. Porque soy nazareno. No tengo honra mayor, ni la quiero.
Es el recuerdo de una casa de calle O’Donnell donde formaba el tramo largo de
mi familia y en el que yo era el más pequeño de los mayores y el mayor de los
pequeños, justo en esa edad en que sólo por un año escaso no podía salir. Es el
recuerdo de una entrada al alba azul y fresca. Y la vuelta a casa, varios pasos
detrás de un nazareno alto, delgado y negro que andaba como andaba mi padre.
Entonces yo ya era mayor; fue desde
que me levantaron la primera vez de mi sueño de niño para ver entrar el Silencio.
Entonces aprendí primero, entre atónito y recién despierto, que el Silencio era
un nazareno que no te mira, que no te habla, que no se inmuta; como ausente,
como si realmente estuviera en otro lugar, en otro tiempo. Y aprendí luego que
el Silencio era descubrir cuál era tu padre por sus manos o sus pies, entre una
fila larga, altísima y negra. Y que durante el año, esas manos seguían siendo
las de un nazareno, porque quien acompaña a Jesús Nazareno de Madrugada, es
también nazareno en la vida de cada día. Porque ser nazareno no es un rato, ni
un recorrido, ni siquiera una indumentaria, sino un estilo de vida y una
espiritualidad especial. Es formar parte de un cortejo de siglos, ocupando un
puesto que ya alguien ocupó antes por ti, incluso de tu propia sangre. Otro
vendrá más tarde, incluso de tu propia sangre, para ocuparlo cuando tú faltes.
Y aprendí que ser nazareno es mantener el estilo siempre firme y el carácter
inmutable de los Primitivos Nazarenos de Sevilla.
No os preguntéis ahora por su origen
o antigüedad. Es Sevilla la que inventa el Silencio con el silencio de sus
plazuelas, sus patios de convento y sus calles apretadas y huecas; con el
silencio de los ojos de sus alminares y el borde de sus atardecidas. Y con el silencio de
Dios esperándonos desde antiguo, o el silencio de Dios recién nacido en Cristo. Y el
silencio de Dios que Sevilla va desgranando en su Semana Santa. Es la Ciudad, pues, su
historia y su devoción las que se hacen Silencio, Cofradía y Madrugada.
El Silencio máximo de Dios es Dios
mismo hecho silencio, la Palabra que habitó entre nosotros hecha Jesús Nazareno.
Siempre de frente, seguro el paso, adelantado su pie y cargando el hombro para
abrazar la Cruz. Y así la lleva mirando con su mirada antigua, con su frente
recia, su corona afilada y su mejilla partida, hasta que vuelve a arriar el
paso. Y, enseguida, Villegas, Salvador, Cuna. Sólo el trémulo aleteo de las
llamas en el farol, sólo la noche para la noche de la Palabra. Alumbrados por
el reverbero de los cirios, los ojos de
la Sevilla que lo observa llevan rostros de Silencio porque saben ver, sentir y escuchar
al Silencio. Miran de arriba a abajo al nazareno que se les detiene delante y se
esfuerzan en asegurarse que dentro del ancho esparto hay realmente alguien. Manos
adolescentes unas, huesudas otras, manos encallecidas, finas, gruesas... Y dos
ojos perdidos al frente, siempre al frente. El golpe de las contera avisa de otra
insignia. Orfila, Lasso de la Vega, Aponte. La luz agranda la plaza y el bullicio distrae las
orillas, pero el río negro y prieto sigue inalterable su curso. Y siempre, ligero, recto,
fagot, oboe sobre las cornisas de la primera Madrugada.
Y cuando entre, siempre de frente,
lo hará como salió, mirando al lado, porque sólo Él puede hacerlo. Porque sólo
Él puede mirar donde nadie alcanza, buscando entre nosotros a cada uno de
nosotros mismos. Porque Jesús Nazareno es el mismo ayer, hoy y siempre.
Éste es el Dios de nuestras familias
y el Dios de nuestros hijos, a los que queremos educar en esta fe y en la forma
de vivirla en nuestras cofradías.
- Pregón de la Semana Santa de Sevilla. 1999.
Eduardo del Río Tirado.
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