En el
principio Dios creó los cielos y la tierra de Sevilla. Y vio Dios su hermosura
y buscó a tartesios y fenicios, griegos y púnicos, romanos y árabes, para que
labraran cimientos y murallas, raíces y saberes. Y así nacieron reyes y
emperadores, poetas y filósofos, y un pueblo sensible y despierto.
Y tanto amó
Dios a Sevilla que encomendó a sus gentes levantar, por encima de
las azoteas de oro y de plata, la caña y el núcleo de la torre más libre que se
acercó a los cielos; y se gustó Sevilla y se miró en el río que almenaban
viñedos y álamos y, dueña y segura de su propia belleza, alcanzó a ser madre de
todas las ciudades y rosa abierta en medio de la más fértil llanura.
Y tanto amó
Dios a Sevilla que le dio el don de la fe y de la universalidad. Y guió los
pasos y protegió la espada del Santo Rey Fernando. Y, ya para siempre, la
Cruz presidió la alta torre de las veinticinco campanas y el perfil de las
iglesias; y la paz de los muertos y el corazón de sus hijos.
Y tanto amó
Dios a Sevilla que, viendo que ésta era ciudad noble y heroica, leal e invicta,
quiso que fuera la tierra de su Madre.
Y la Virgen
María se hizo presente en la rosa de los vientos de Sevilla:
Vírgenes de
los Reyes y de los Olmos, de la Sede y de las Batallas; de la Antigua y de
la Cinta; de las Nieves y de Valvanera; de las Madejas y del Pilar; de la
Granada y del Reposo, del Buen Aire y de los Navegantes, del Amparo y de
Rocamador; la Inmaculada Cieguecita y las Vírgenes del Tránsito y de la Alegría. Y
tantas y tantas Asunciones y Rosarios y Vírgenes del Carmen y Divinas
Pastoras.
Y tanto amó
Dios a Sevilla que, al atardecer de los tiempos, la hizo caer en un sueño
profundo y, mientras dormía, tomó barro de sus cuatro esquinas desiguales y con
los árboles más dorados del arriate del otoño, la firmeza del yunque y el
almirez del cante, y los vientos más limpios del mejor Aljarafe, y azulejos del
alba y la cal más radiante; fue y le mezcló el azogue que temblaba en la sangre
y en los ojos del río más azul de la tarde:
Y alzando la
simiente en sus manos de Padre, la puso en la otra orilla y le infundió, al
instante, el rumor de las alas de un revuelo de ángeles. Y quiso Dios su
Gracia en milagro tan grande; y con joya tan clara y de tantos quilates, al llegar la
mañana con su limpio celaje, fue y bendijo su imagen, ¡y la llamó Triana!
- Pregón de la Semana Santa de Sevilla. 1997.
Ignacio Montaño Jiménez.
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