"El tañido comenzó fuerte y sereno para volverse rápido, agudo y alegre. El sonido era inconfundible. Los sevillanos aprendían a interpretar desde muy niños las campanas de la Catedral. Su repique anunciaba bodas y funerales, subrayaba mediodías y atardeceres, advertía de plagas y peligros. Desde la inmensa altura del campanario, el canto de aquellos ángeles de bronce dominaba las vidas de los ciudadanos como el eco de la voz de Dios.
El mensaje llegó a todos y cada uno de los rincones de la ciudad: la flota de las Indias había regresado. Los inmensos galeones ya remontaban el Betis -o Guad Alquivir, como lo llamaban los moriscos- rumbo al puerto del Arenal, con las bodegas rebosantes de plata y oro.
Los banqueros y comerciantes se frotaron las manos, pensando en las mercancías que en breve abarrotarían sus almacenes. Los carpinteros de ribera y los calafateadores saltaron de alegría, pues los barcos requerirían de numerosas reparaciones tras la peligrosa travesía por el Atlántico. Los taberneros, las prostitutas y los tahúres corrieron hacia el puerto con sus barriles de vino barato, su caras pintarrajeadas y sus cartas marcadas. Fueron los primeros, pero no los únicos. Toda Sevilla se dirigía al Arenal."
Juan Gómez-Jurado
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